Apago la radio harto de escuchar interpretaciones absurdamente interesadas de una realidad en descomposición. Mientras desayuno tranquilamente tomo conciencia (seguramente no por primera vez) de la impresionante transformación social a la que estamos asistiendo. Luego miro por la ventana y todo sigue como siempre, se respira una inmensa paz.
Siempre me he preguntado cómo se sentirían los ciudadanos poco antes de las guerras. Cómo se sentía un Serbio de a pie cuando su presidente mandó los tanque a Croacia. Cómo se sentía un alemán cuando los nazis empezaban a pintar los comercios judíos de su barrio. Creo que hoy empiezo a entenderlo. Cuando mis nietos me pregunten que hacía yo mientras se desmoronaban todos los principios del estado europeo, nacidos del sufrimiento del siglo XX con sus dos guerras y todo, sólo podré ponerles otros ejemplos históricos y decirles que, en cuanto apagabas la radio todo parecía seguir como siempre.
Hace 30 años fui con unos amigos a la procesión de los borrachos, un curioso y masivo festejo de la semana santa conquense. Allí, rodeado de miles de personas, un chorizo me tomó del brazo y, sin siquiera una navaja, me quitó el abrigo y el dinero y me dio un tremendo puñetazo. Mi madre siempre me había prevenido de ir por lugares oscuros y solitarios, así que nunca pensé que el centro de una multitud pudiera resultar tan peligroso. Ante tanta gente todos se sienten espectadores, y aunque decenas de personas ven cómo te están atracando, ninguno se siente concernido. Siempre hay otro más fuerte, más cerca, más lo que sea que hace que en mi mente sea ese otro el que debería actuar, pero “el otro” de todos es… nadie.
Así que aquí estamos, legiones de observadores sorprendidos, con una la sensación de que la cotidianidad no termina de cuadrar con la catástrofe que sabemos que está ocurriendo, y esperando que sea otro el que haga algo. Esperando a que, como si de una gripe se tratara, pase un poco más de tiempo y nos curemos. Convencidos de que tras la enfermedad estaremos igual de fuertes que antes. Supongo que aquellos ciudadanos rasos que no terminaron de entender cómo había comenzado la guerra en la que estaban inmersos también asistirían sorprendidos a su final. Al apagar la radio tras escuchar el parte, aliviados, comprobarían que no habían pasado una gripe, sino una transformación tras la que nada sería lo mismo.
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