Tener ordenada la biblioteca de casa, las novelas con las novelas, los ensayos, la divulgación científica, parece un deseo muy razonable. Pero en realidad no me queda claro que es lo que se gana. Lo que se pierde sí, tiempo, que es lo que cada vez resulta más escaso. Quizá en el tiempo de ordenar la biblioteca podría leer dos libros de los muchos que contiene. O escribir un capítulo de uno mío (hipotético).
El propio concepto de tener una biblioteca en casa es absurdo si lo piensas un poco. La nuestra, siendo modesta, ronda los 1000 libros. Se generó de la fusión de dos, cuando nos fuimos a vivir en pareja. La mía nació hacia los 12 años, cuando mi madre decidió que ya era mayor y compró unos muebles nuevos para lo que sería “mi cuarto”. Era un cuarto compartido con uno de mis hermanos, pero la mitad era “mío”. Las estanterías recién compradas estaban vacías, y mi madre me instó a que las rellenara con algunos libros que me gustasen de los que había en el salón. Y allí fueron a parar Nils Holgersson (que me había terminado a duras penas instado por mi padre), el billete de lotería de Graham Greene y algunas otras cosas para satisfacción del gafapasta wannabe que ya era entonces (y nunca he dejado de ser del todo). En casa de mis padres había una biblioteca que llenaba una pared del salón y la “mía” nación por gemación a partir de ella. Con ese origen, solo podía crecer y llenar una pared de nuestro salón de mayores.
Con la muerte de mis padres mis hermanos y yo hemos enfrentado la tarea de deshacer esa pared llena de libros (en realidad varias paredes). Manuales de motocicletas que hace años que no existen, enciclopedias con conocimientos congelados de los años 1970, novelas en ediciones penosas que se deshojan en cuanto los abres. También libros centenarios de las cosas más variadas, manuales de carreas científicas de los 40 o estupendas ediciones de Círculo de Lectores, ese Netflix de los libros al que estuvo suscrita mi madre sus últimos años. Tras muchas horas de manosear libros, renuncias a llevarnos algunos y renuncias a nuestro espacio en casa por llevarnos otros, aún quedan unos cientos sin destino previsto.
Todo esto es un viaje emocional con un valor práctico nulo. Ninguno de esos libros va a ser leído. Y la idea de que los libros sean sólo un fetiche me resulta repugnante. No que sean además un fetiche, eso es inevitable (al menos para mi generación), pero si no es algo añadido a su contenido se vuelven pura impostura, como esos libros falsos que adornan las estanterías de las tiendas de muebles.
Dice María que la pared llena de libros es, además de un “marcador de clase”, un elemento educativo; hijos y nietos tienen ahí una declaración expresa sobre el valor del conocimiento, una incitación a la lectura y a la transgresión, cualquiera puede hojear un libro “de mayores” (lo que quiera que eso signifique en cada momento) cuando quiera. Es verdad que hojear libros más o menos al azar es un placer que no ofrecen otros formatos más modernos y compactos de la literatura y el conocimiento. Pero es un placer caro en metros cuadrados y en esfuerzo de quitar el polvo.
No tengo conclusión para todo este viaje sobre mi relación de amor odio con las bibliotecas domésticas de la clase media alta de mi generación; solo una, que no voy a dedicarle un minuto a fichar esos libros para jugar a que es una biblioteca de verdad. Aunque haya inteligencias artificiales que lo hagan muy fácil.