El viernes pasado me tocó participar en el acto de graduación de los alumnos que concluyen bachiller en el instituto de mi hija. Ella no termina aún, pero en la asociación de madres y padres pensaron que con mi participación en ese acto expurgaría mi poca participación en las reuniones habituales. Como la cosa se hacía larga, con 5 minutos resolvimos la situación. Tres ideas: reivindicar el papel de las familias como infraestructura fundamental para el logro que se celebraba (la graduación) y unos escuetos llamamientos a la madurez y al gusto por aprender.
El festejo sorprendente: un acto de dos horas, con lección magistral, con monólogos de un representante de cada curso, con asistencia de padres y abuelos y, desde luego, con trajes espectaculares, inhabituales en esas edades. Pero lo más sorprendente es que no resultaba artificial, las que me han tocado en la universidad parecían más falsas. Bien puede ser porque de aquellas hace ya más de un lustro. El caso es que esas escenas que antes sólo veíamos en las películas estadounidenses con un poco de sorna ahora las tenemos plenamente instaladas. Como el rollo de Halloween, que en unos pocos años se ha instalado sólidamente.
Por cierto, los alumnos que participaron en el festejo lo hicieron verdaderamente bien, espectacular. Elijan lo que elijan, cuando sus profesores se escondan en el cliché de la falta de formación de los jóvenes que llegan, mentirán.
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