Aprovechando el verano, recupero aquí viejos textos. Este es más largo de lo habitual en los posts, pero un día es un día:
Nadie espera que un crítico taurino salga a los ruedos a ponerse delante de un toro para estar legitimado a escribir sus crónicas. Tampoco se le exige a los periodistas que se presenten a las elecciones para escribir sus análisis políticos, o a los críticos literarios que escriban literatura para poderla criticar. La profesión de analista de la actividad ajena existe en multitud de profesiones.
“Éxito de crítica y público” es una expresión común que muestra como la tarea de algunos profesionales se expone al juicio tanto de especialistas en la profesión como del público en general que disfruta con la misma.
Los escritores o los toreros viven del público que paga por leer sus obras o asistir a sus faenas. Y el público se deja aconsejar, parcialmente al menos, por la opinión de los críticos en la materia, que ofrecen sugerencias sobre donde invertir el siempre escaso dinero del espectador con máximas garantías. Estos profesionales se ven por tanto inevitablemente abocados a satisfacer a los críticos y, en última instancia, al público en general. En el caso de los políticos el bien que se persigue del público no es su dinero, comprando entradas u obras, sino su voto; pero el circuito de exposición a la crítica de su labor es análogo.
En los servicios públicos en general, y en particular en la universidad, la situación es muy diferente. Si el público no entiende el valor de la tarea realizada por los universitarios es su problema, probablemente no se lo habrá estudiado suficientemente. Y, por supuesto, sería inimaginable la figura de un crítico profesional de la actividad universitaria, ni de la docente, ni de la investigadora, ni de ninguna otra.
Quizá es que hay características diferenciadoras entre las profesiones antes citadas y la universitaria como para que sea razonable el escaqueo de la crítica. ¿Por ejemplo?
Habrá quien diga que la investigación científica es una labor muy compleja y tecnificada en la que sólo los que la realizan pueden participar en su juicio (“peer review”). Cierto que es compleja y tecnificada, que da lugar a una problemática muy específica que se vive cuando se realiza y no es fácil de percibir desde fuera. Pero ¿alguien cree que ponerse delante de 600 Kg con cuernos es una trivialidad? Quizá el cambio necesario sea el contrario y sean los toreros los que hayan de importar el sistema de evaluación por pares: Que el ranking anual de toreros lo elabore una agencia nacional que se asesore de matadores en activo con un número alto de orejas cortadas; que los habilite para torear en distintas categorías de plazas, y que le indique a los empresarios de las plazas a quien pueden y a quien no contratar.
Habrá quien diga que en las tareas expuestas a la crítica, lo que se persigue es puramente el disfrute general, mientras que el público universitario se ve obligado a sufrir para obtener los conocimientos que busca. El juicio sobre el disfrute se le puede dejar a los disfrutones, pero el del sufrimiento difícilmente a los sufridores. El argumento es válido partiendo de la premisa de que es imprescindible sufrir para aprender, pero yo no comparto esa idea. Una cosa es el esfuerzo personal, que eso si es inexcusable para el aprendizaje, y otra el sufrimiento que creo que se puede y debe eliminar de cualquier nivel del sistema educativo. También leer a Humberto Eco supone más esfuerzo que leer a Agata Christie y no por ello el primero carece de lectores.
Habrá quien diga que leer a uno u otro es irrelevante a la hora de obtener competencias profesionales, mientras que el nivel de esfuerzo para poder actuar en un juicio o poder firmar el proyecto de un edificio si que tiene un límite inferior definido... De nuevo es cierto el argumento, pero no justifica la imposibilidad de unos críticos profesionales que analizasen el nivel calidad en el cumplimiento de ese límite, el grado de sufrimiento gratuito añadido al proceso, etc.
Imaginar todos los posibles argumentos en contra es una tarea larga, aburrida e infinita. Es mejor esperar a esos argumentos e intentar rebatirlos en la medida que se planteen. Por otra parte, es posible que exista un elemento diferenciador que yo no haya tenido en cuenta. Pero mientras lo encuentro o no, creo que la labor universitaria haría bien en comenzar a descender de su torre y exponerse de una forma abierta, y con auténtica voluntad de cambio, a la crítica de los usuarios del servicio que prestan (estudiantes, padres, empresas, instituciones y sociedad en general). Por otra parte, la cantidad de orejas cortadas por el crítico taurino me parece un pobre criterio sobre el valor de sus críticas. Lo mismo me ocurre con la cantidad de artículos publicados por el Director de la ANECA o el número de sexenios del Vicerrector de Investigación. Si el Director o el Vicerrector no hacen bien su trabajo (lo que es muy probable que ocurra en alguno de los casos) será por otras razones.
Nadie espera que un crítico taurino salga a los ruedos a ponerse delante de un toro para estar legitimado a escribir sus crónicas. Tampoco se le exige a los periodistas que se presenten a las elecciones para escribir sus análisis políticos, o a los críticos literarios que escriban literatura para poderla criticar. La profesión de analista de la actividad ajena existe en multitud de profesiones.
“Éxito de crítica y público” es una expresión común que muestra como la tarea de algunos profesionales se expone al juicio tanto de especialistas en la profesión como del público en general que disfruta con la misma.
Los escritores o los toreros viven del público que paga por leer sus obras o asistir a sus faenas. Y el público se deja aconsejar, parcialmente al menos, por la opinión de los críticos en la materia, que ofrecen sugerencias sobre donde invertir el siempre escaso dinero del espectador con máximas garantías. Estos profesionales se ven por tanto inevitablemente abocados a satisfacer a los críticos y, en última instancia, al público en general. En el caso de los políticos el bien que se persigue del público no es su dinero, comprando entradas u obras, sino su voto; pero el circuito de exposición a la crítica de su labor es análogo.
En los servicios públicos en general, y en particular en la universidad, la situación es muy diferente. Si el público no entiende el valor de la tarea realizada por los universitarios es su problema, probablemente no se lo habrá estudiado suficientemente. Y, por supuesto, sería inimaginable la figura de un crítico profesional de la actividad universitaria, ni de la docente, ni de la investigadora, ni de ninguna otra.
Quizá es que hay características diferenciadoras entre las profesiones antes citadas y la universitaria como para que sea razonable el escaqueo de la crítica. ¿Por ejemplo?
Habrá quien diga que la investigación científica es una labor muy compleja y tecnificada en la que sólo los que la realizan pueden participar en su juicio (“peer review”). Cierto que es compleja y tecnificada, que da lugar a una problemática muy específica que se vive cuando se realiza y no es fácil de percibir desde fuera. Pero ¿alguien cree que ponerse delante de 600 Kg con cuernos es una trivialidad? Quizá el cambio necesario sea el contrario y sean los toreros los que hayan de importar el sistema de evaluación por pares: Que el ranking anual de toreros lo elabore una agencia nacional que se asesore de matadores en activo con un número alto de orejas cortadas; que los habilite para torear en distintas categorías de plazas, y que le indique a los empresarios de las plazas a quien pueden y a quien no contratar.
Habrá quien diga que en las tareas expuestas a la crítica, lo que se persigue es puramente el disfrute general, mientras que el público universitario se ve obligado a sufrir para obtener los conocimientos que busca. El juicio sobre el disfrute se le puede dejar a los disfrutones, pero el del sufrimiento difícilmente a los sufridores. El argumento es válido partiendo de la premisa de que es imprescindible sufrir para aprender, pero yo no comparto esa idea. Una cosa es el esfuerzo personal, que eso si es inexcusable para el aprendizaje, y otra el sufrimiento que creo que se puede y debe eliminar de cualquier nivel del sistema educativo. También leer a Humberto Eco supone más esfuerzo que leer a Agata Christie y no por ello el primero carece de lectores.
Habrá quien diga que leer a uno u otro es irrelevante a la hora de obtener competencias profesionales, mientras que el nivel de esfuerzo para poder actuar en un juicio o poder firmar el proyecto de un edificio si que tiene un límite inferior definido... De nuevo es cierto el argumento, pero no justifica la imposibilidad de unos críticos profesionales que analizasen el nivel calidad en el cumplimiento de ese límite, el grado de sufrimiento gratuito añadido al proceso, etc.
Imaginar todos los posibles argumentos en contra es una tarea larga, aburrida e infinita. Es mejor esperar a esos argumentos e intentar rebatirlos en la medida que se planteen. Por otra parte, es posible que exista un elemento diferenciador que yo no haya tenido en cuenta. Pero mientras lo encuentro o no, creo que la labor universitaria haría bien en comenzar a descender de su torre y exponerse de una forma abierta, y con auténtica voluntad de cambio, a la crítica de los usuarios del servicio que prestan (estudiantes, padres, empresas, instituciones y sociedad en general). Por otra parte, la cantidad de orejas cortadas por el crítico taurino me parece un pobre criterio sobre el valor de sus críticas. Lo mismo me ocurre con la cantidad de artículos publicados por el Director de la ANECA o el número de sexenios del Vicerrector de Investigación. Si el Director o el Vicerrector no hacen bien su trabajo (lo que es muy probable que ocurra en alguno de los casos) será por otras razones.
9 de Dicimbre de 2003
Hoy sería algo menos radical en el planteamiento, pero sigo convencido del argumento principal, muy a propósito de los rankings universitarios, por cierto.
1 comentario:
Estoy totalmente de acuerdo contigo en rechazar la idea de que para aprender es inevitable sufrir. Desde mi experiencia como estudiante (no puedo hablar de la investigación por desconocimiento), con lo que yo sufrí fue con los "malos" profesores. Seguramente no se puede opinar con criterio sobre el nivel de conocimientos de un profesor, pero un alumno sí puede valorar si es capaz de enseñar o no.
En mi opinión, los mejores profesores que tuve fueron capaces de enseñarme disfrutando del proceso de aprendizaje, de pasarlo bien entendiendo y haciendo míos ideas y conceptos nuevos. Y la nota que me pusieron no tiene nada que ver con esta valoración. Fueron pocos (también fueron pocos los "malos", ya sabes, gracias a la campana de Gauss) pero los recuerdo con agradecimiento.
No sé si hay muchos profesores que opinen como tú respecto al escaqueo de la crítica. También es verdad de nosotros los "PASes" hablamos mucho pero no estamos sometidos a evaluación como vosotros. ¿Qué ocurriría si así fuese? Me encantaría saberlo.
Muchas gracias por esta entrada. De verdad que me ha gustado mucho.
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