Una pareja de canadienses con hijos pequeños ha decidido vivir como en los años 80, en 1986 para ser exactos. Lo cuentan en Cooking Ideas. Visto que sus hijos hacían un uso de la tecnología actual que les resultaba excesivo, no se han andado con paños calientes. Fuera móviles, internet, ipads y esas fruslerías y a disfrutar con las cintas de casette y las televisiones de rayos catódicos.
No es el primer momento en la historia en que los avances tecnológicos producen esa sensación de "que se pare el mundo que me quiero bajar". Seguramente el caso más pintoresco es el de los Amish, una variante de los protestantes Menonitas que rechaza el uso de la tecnología posterior a la revolución industrial. Por cierto, que es un movimiento que está aumentando mucho en número de adeptos en los últimos años.
Parece que tenemos una dualidad entre la fascinación por lo nuevo, esa que lleva a los expertos en marketing a que todos los detergentes sean sistemáticamente nueva fórmula, y el temor a lo que no ha sido sancionado por siglos de experiencia colectiva. En estas nos vemos ante la revolución de las tecnologías de la información y las comunicaciones (que ya se que es un tópico, pero es verdad que es revolucionaria) y hay reacciones en todo el abanico del espectro, desde los modernos que no pueden ni ir al baño con su ipad último modelo con conexión de alta velocidad hasta los refractarios canadienses que comentábamos al principio.
Todas esas posturas, resultado de actitudes personales, son legítimas y respetables. Ni la pareja canadiense, ni los Amish, ni los gafapastas de tableta incorporada me dicen cómo tengo que vivir yo. Las narrativas que desarrolla cada uno para mantener su postura no son equivalentes, pero vamos, allá cada cual con su vida. Sin embargo hay otra idea que yo creo que deriva de la misma dificultad de asimilar con sensatez la novedad que si resulta perniciosa: la electrofobia. En un retorcimiento lógico se genera la creencia de que las ondas que transportan esas nuevas tecnologías (WiFi, GSM, incluso microondas) son peligrosas para la salud. No las que transportaban tecnologías que se asimilaron más lentamente (como la radio y la televisión), sino estas modernas de irrupción tan violenta. La expansión de esa creencia encuentra el terreno abonado en multitud de personas que sufren con su lucha interna frente a la dualidad novedad- tradición que plantean las TIC. Si se quedaran ahí, como unos nuevos Amish, anclados en las previas de otra revolución no pasaría demasiado, allá cada cual con su vida. El problema es que su narrativa les obliga a militar, y a intentar imponernos a los demás su creencia, en forma de leyes y normativas. Y eso si es intolerable.
Quiero dejar claro que una cosa es la electrofobia como creencia, que es a lo que me he referido antes, y otra la investigación científica sobre los efectos biológicos de las radiaciones no ionizantes. Lo segundo es algo muy importante, en lo que los poderes públicos deben invertir, y que se debe realizar con el rigor y seriedad habituales en la investigación científica. De hecho se viene haciendo desde hace años, siempre con los mismos resultados. Unos resultados que no soportan en absoluto la creencia en la electrofobia
Foto de Wikimedia
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