En estas fiestas tan dadas a las discusiones de cuñados, un tema muy recurrente es el de los sueldos que deberían tener los políticos. En un lado del ring la postura de que para tener políticos técnicamente buenos hay que pagarles sueldos de mercado. Personas que harían buen papel como directivos de empresa son los que queremos en la gestión de lo público y eso no va a ocurrir si su paso por la política les supone sueldos mucho menores que el de otras actividades que podrían desarrollar. En el otro lado del ring la postura de que los políticos han de ser personas normales, iguales a sus representados, o al menos no extremadamente alejados de los valores medios de la distribución de personas que les han votado y a las que deben servir.
Creo que ambas posturas llevadas al extremo son malas. No me gustaría para dirigir el país una colección de tiburones, no creo que el perfil adecuado para gobernar sea el mismo que el de dirigir multinacionales. Por otro lado, un gobierno de misioneros con voto de pobreza, dedicados a la actividad política por puro convencimiento obsesivo, tampoco me convence en absoluto.
Antiguamente nobles y reyes dedicados al gobierno ya eran ricos de por sí, riqueza y poder político eran caras de la misma moneda. Si no hay una retribución expresa (y algo más que testimonial) seguiremos en aquella situación, se dedicarán a gestionar lo público los que ya tienen bien servida su despensa, y velarán por sus intereses, claro.
Por otro lado, a mi no me gusta en absoluto que los hijos del director de un instituto público vayan a uno privado. Me resulta sorprendente que se pueda vivir esa dualidad: lo que quiero para mi trabajo (jornada continua, libertad de cátedra, etc.) no lo quiero para el resultado de mi trabajo; que mis hijos no sean educados por esos trabajadores, sino por otros con otras restricciones. Y es a una situación equivalente a la que nos llevan políticos que dispongan de un poder adquisitivo muy superior al de sus representados.
En resumen, no me parece que la cuestión del sueldo de los representantes públicos pueda en si misma determinar la calidad de su representatividad. Los sueldos han de ser significativos para evitar el político misionero y el político señorito (que pretenda a gestionar lo suyo). El alejamiento emocional de la población representada que esto produce ha de resolverse de otras formas. Una de ellas sería limitando los mandatos, evitando que los representantes se perpetúen tanto en la representación que no recuerden la vida "civil". Otro camino consiste en que los electos hayan de rendir cuentas de forma personal con sus electores, con listas abiertas, circunscripciones menores o cuestiones similares.
Quizá lo más llamativo de que estas cuestiones sean ahora motivo habitual de conversación de sobremesa es la sensación de que la estructura de representación política que se organizó tras el franquismo, y que ha servido razonablemente bien algunas décadas, ya no cumple su función. Parece que no se trata solamente de incorporar nuevos actores al tablero de los partidos políticos, sino que hay que reformar de forma profunda toda la estructura de la representación ciudadana. No sé si seremos capaces de acometer tan profunda reforma adecuadamente. Ojalá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario