Hay un enunciado, llamado teorema cero de la historia de la ciencia, que dice que todo descubrimiento (principio, ley, etc.) con nombre y apellidos fue descubierto por otra persona. Sobre esto escribía Francis haceunos años, citando un artículo en el que se analizaban casos concretos de eseteorema. La manera de enunciarlo resulta graciosa, pero en realidad no sorprende a las personas que conocen suficientemente la historia de la ciencia. A mí me parece que ese teorema se desprende de forma bastante natural de la visión mitificada que se suele tener de la historia de la ciencia y, en última instancia, de la ciencia misma.
En la mitología popular el científico típico (además de hombre y blanco) es una persona excepcional, única. El gran proyecto, el gran descubrimiento, depende de una única persona en multitud de películas. Sin embargo la construcción de la ciencia es una obra mucho más colectiva, hecha a base de pequeños granitos de arena. Se suele decir que si Picasso no hubiera nacido no tendríamos el Guernica, pero que si Einstein no hubiera nacido sí que tendríamos la relatividad. Casi seguro que es cierto. Las obras de arte sí que son únicas y obra personalísima de su autor, mientras que las descripciones de la naturaleza son, fundamentalmente, de la naturaleza; y la persona que las ejecuta es, de alguna manera, alguien que pasaba por allí. Hay que están en el momento adecuado, en el lugar adecuado y con la preparación correcta, pero el descubrimiento está “en el ambiente”. Por eso es tan común que la misma cosa se descubra varias veces de forma independiente y casi simultánea. O que se descubra realmente varias veces pero no se termine de apreciar y redondear en un tiempo. No deja de ser paradigmático que las ecuaciones que describen la relatividad de Einstein sean “suyas” sino “de Lorentz”.
A la hora de construir la historia de la ciencia, como probablemente pase con todas las historias, la narrativa juega un papel fundamental. Y no se puede construir una buena narrativa sin un héroe adecuado. Así que el relato de la historia de la ciencia se (re)construye como una sucesión de lumbreras, individuos especiales, brillantes y sin matices. A los individuos elegidos en esa selección se les perdona todo. A nadie le importa que Newton fuera un borde y creyera en un montón de pseudociencias, que Millikan hiciera “cherry picking” con sus datos o que Mendel cambiara los reportes de sus datos de guisantes. Esos pecadillos quedan totalmente redimidos por haber acertado en su visión. Son las personas que encarnan grandes descubrimientos. Lo malo es que con los no elegidos no hay tanta benevolencia. Es más, si alguien equivoca su juicio es muy fácil que se llene de defectos su figura histórica.
Como casi todas las disonancias entre las visiones mitificadas y las realidades, este asunto tiene sus consecuencias prácticas en muchos ámbitos cotidianos. La visión social de la ciencia está muy basada en esa mitología tan de héroes y villanos. Quizá por eso nuestro científico de cabecera esta temporada, el Dr. Fernando Simón, es percibido socialmente de una forma tan extrema.
Un ejemplo más claro es la obsesión por la “excelencia” en la política científica. Para muchos gestores, cuanto más bajo sea el porcentaje de concesiones en una convocatoria mejor. Eso encaja perfectamente con la narrativa, así identificamos cuanto antes al héroe y no “gastamos” dinero en los que no pasarán a la historia. Sin embargo la realidad es muy otra, una convocatoria de ese tipo hace que la comunidad de científicos pierda muchísimas horas en tareas inútiles (preparar solicitudes fallidas) en vez de hacer ciencia. La ciencia es un juego de equipo, los buenos delanteros, cuando meten gol, ya lo reconocen indicando que lo han conseguido subidos a los hombros del equipo. Es un error recortar en el equipo. Despedir a los defensas y no entrenar adecuadamente a los medios para darle todo el dinero al delantero excelente no es una buena táctica.
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