Hay objetos que vinculamos emocionalmente a un suceso o una persona y se convierten en “recuerdos”. Debe ser un fenómenos psicológico muy habitual, tanto que el márquetin lo explota creando objetos destinados a ser ese objeto que recuerde un viaje (“souvenir”) y lo venden ya con el rótulo “recuerdo de Segovia”, para que no se te olvide que es un recuerdo (por sorprendente que parezca).
Me interesan los objetos no diseñados para ser recuerdos, sino que se convierten en ello por asociación, la entrada del concierto en que lo pasaste tan bien, el primer diente que se le cayó a tu hijo, esas cosas. Hay personas que generamos mucho apego a los objetos y otras que mucho menos. Aunque insisto en ser poco fetichista, cualquier papelito, piedrita o lo que sea se me convierte en un recuerdo por menos de nada.
Afortunadamente el poder evocador de esos recuerdos decae con el tiempo. No sabría si de forma exponencial, como la radiactividad de un objeto, o de otra forma, pero es seguro que el olvido va luchando contra el recuerdo y siempre gana.
La desactivación emocional de los objetos ayuda a hacer limpieza de vez en cuando y tirar muchas de esas cosas. Mejor así, porque si no la tarea que le dejas a tus herederos es chunga, esas cosas ya no serán recuerdo de lo que te sucedió a ti sino recuerdo de ti para ellos. Tu desaparición les da un subidón emocional resignificado. Y no merece la pena. Mantener un recuerdo cariñoso de personas y sucesos no requiere vivir rodeado de porquerías.
De todos los teléfonos móviles que han pasado por esta casa en los inicios de esa tecnología ya he olvidad la mayoría. No sé quien lo usó ni cuándo. El que único que tuvo mi madre sí, y algún otro. Creo que se van a salvar 4 de los 19 que llevan lustros en una caja. Tampoco hay porqué tirarlos todos, aún conservan pare de su radiactividad emocional.
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