De pequeño no me gustaban los museos. Me sentía distante por su aura sagrada. Objetos sosos, sin interés aparente me “debían” interesar. Que no fura capaz de saber por qué estaban ahí me hacía sentir ignorante. En resumen, un sitio aburrido que te hace de menos. En esa juventud con tanto tiempo para jugar y estar a tus cosas meterte en un sitio ampuloso y aburrido es mal plan.
El tiempo le ha dado la vuelta completamente a la cuestión, ahora me resultan sitios de lo más interesante y apetecible (aunque unos más u otros menos, claro).
La museística se ha esforzado en ir eliminando el ambiente sagrado (además desde una edad provecta se le puede mirar más de tú a tú) pero sobre todo he aprendido suficiente como para encontrar una historia en cualquier colección de cosas puesta secuencialmente precisamente para eso. Sin embargo, historias hay en todas partes y muchas de ellas las cuentan mejor que las de museos. Es más, si nos fijamos, la historia que cuenta una colección está igual (o mejor) en su versión web. Parece ser que es la presencialidad del objeto produce una emoción especial.
La corporeidad. Pasear entre cosas, elegir tu propio ritmo. Una representación que en vez de moverse frente a tu butaca, desarrollas tú al irte moviendo.
Una experiencia diferenciada. Sabes que entras en un sitio especial, diseñado para el público. Puedes anticipar sensaciones y, por tanto, sorprenderte. Te coloca en un estado de ánimo especial, expectante. Como una sauna te abre los poros de la piel, la entrada al museo te abre los poros de la mente. Igual que la sauna es un sitio con temperaturas distintas a cualquier otro lugar cotidiano, el museo se diferencia de lo cotidiano.
Un paréntesis en lo funcional para entrar, con predisposición a experimentar, en un espacio diseñado para transmitir.
Se anuncia estos días el cierre del museo de ciencia de Donosti (el Kutxaespacio de Miramon) y lo primero que se me ocurre es que a mi me gustan los museos.
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