jueves, 31 de agosto de 2023

La conciencia de los lobos

Los lobos no deben tener autoconciencia, al menos con una cierta perspectiva temporal. Ni los lobos ni casi ningún animal. Adquirir conciencia, ser capaz de proyectar el futuro, seguro que resultó evolutivamente útil, así se toman mejores decisiones. Prever cómo cazar, cómo evitar ser cazados y además hacerlo en grupo es magnífico, sin duda. Aquellas personas primigenias, en cuanto levantaron el horizonte de sus proyectos un poco más allá de la supervivencia inmediata no pudieron evitar darse cuenta de que su vida era una mierda. La esperanza de vida antes de los 5 años era mísera, los adultos veían morir a sus hijos, nietos y sobrinos. Tampoco es que las siguientes edades estuvieran exentas de muertes que hoy son evitables y evitadas. Convivir con la muerte, con el hambre y la enfermedad de forma cotidiana y permanente y además ser capaz de proyectar sin duda presenta la propia muerte y una existencia sin sentido. Siempre al filo de la desesperanza.

Esa misma capacidad de proyectar futuros posibles para elegir la mejor estrategia de caza permite también imaginar, crear mundos aunque no estén al alcance inmediato. Era casi inevitable inventar el paraíso, una vida después de la muerte física, tan cotidiana, en la que poder disfrutar verdaderamente; un más allá en el que poner una ilusión que contrarreste la desesperanza cotidiana. El mismo grupo que veía morir a sus pequeños compartiría su ilusión en ese mundo imaginado. Y en cuanto la imaginación es colectiva lo imaginado se vuelve real. Ese mundo del más allá ofrece consuelo, y cuanto más grande es el dolor aquí, más ganas dan de construir amuletos, santuarios o templos que doten de materialidad, siquiera sea simbólica, a ese paraíso imaginado.

Han sido siglos de vida al borde de la subsistencia, en los que si no había epidemias, sobrevivían demasiadas personas y había que emigrar porque la comida que ofrecía el entorno no daba para más. Enfermedad, muerte, desarraigo y hambre… y una confianza férrea en un más allá donde serán permanentes los escasos momentos de alegría de acá. Siglos construyendo santuarios y templos en cuanto hubiera un momento para hacerlo.

Otros animales muestran dolor por la muerte de sus crías (se puede dudar, pero casi como ejercicio intelectual), sufren cuando están heridos y seguro que les incomoda el hambre. Sin embargo no tienen templos, ritos ni santuarios. De alguna forma, la conciencia de su sufrimiento tiene que ser distinta de la nuestra, con una capacidad de proyectar más limitada, más ligada a lo inmediato, una especie de carpe diem permanente. O quizá, por el contrario, tengan una fe tan inmensa en su más allá que les haga innecesarios nuestro infantiles esfuerzos de materialización. No sé si alguna vez podemos resolver esa duda, pero por recuentos neuronales y demás datos comparativos, casi me inclino por lo primero.

 

Esto venía pensando volviendo de Huesca, conduciendo tranquilo por un precioso paisaje, sin tráfico. Una síntesis de varias imágenes: unas casitas blancas al pié de los Mallos de Riglos, el paisaje adusto de la Jacetania, la esquina de un quitamiedos forrada de flores y una ermita pequeña en mitad de ningún sitio.

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