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domingo, 20 de septiembre de 2020

La playa interior

Desde pequeño he pasado los veranos, o buena parte de ellos es el mediterráneo valenciano, en esa franja de tierra que hay entre la albufera y el mar, más concretamente entre el Perelló y el Perellonet. Por lo visto a mi abuelo Leopoldo le gustaba ir a la pinada del Saler a tomar el baño, a pasar el día; y cuando venían muy bien dadas a pasar unos días en el Rectí, el único hotel que había por allí. Años más tarde sus tres hijos se acabaron comprando apartamentos en alguna de las urbanizaciones que se fueron construyendo por allí hasta amurallar la playa. 

 

Luces de Valencia vista desde un apartamento casi en el Perelló (2019)

De pequeño pasábamos temporadas muy largas allí, con abuelos, tíos y primos. A medida que pasaron los años crecieron las demandas del cada vez más escaso tiempo libre, conocer otros sitios y viajes con amigos. A pesar de ello, siempre he pasado algunos días allí, puede que todos los años de mi vida. Hasta este extraño año de la pandemia, en el que he preferido reducir al mínimo los viajes siguiendo las recomendaciones de las autoridades.

A pesar de haber pasado miles de horas en la playa valenciana de arena fina, o quizá por ello, es un sitio que no me gusta nada en absoluto. El suelo está lleno de eso, arena, insidioso polvo que se te mete por todas partes, que quema cuando lo pisas, rígido para tumbarse pero mullido para andar. Lo peor. Del cielo cae una radiación electromagnética potentísima, la solanera. Ultravioleta que produce quemaduras si no te proteges con cremas, camisetas y sombrillas, infrarrojo que achicharra y te hace ir buscando la sombra todo el rato, visible que deslumbra y obliga a ir con gafas oscuras continuamente. El aire está casi saturado de humedad y salitre. Un aire que reblandece panes y galletas, calienta bebidas en segundos y corroe los metales. Las altas temperaturas y el régimen de brisas marcan el ritmo de vida, adaptando las actividades que se pueden hacer a los momentos ambientalmente más adecuados.

¿Cómo es posible que un sitio tan desagradable sea el sueño dorado de tanta gente? Mi teoría es que es un lugar donde están suspendidas algunas de las convenciones sociales que nos incomodan a diario. La más obvia es la desnudez, intolerable en otros lugares, en la playa es lo normal. Pero la más importante es la inactividad. A la playa se va a no hacer nada. Nada en absoluto. Tan extraño es esto que a veces cuesta aceptarlo y hemos de buscar un eufemismo para esa inactividad: tomar el sol. Usamos el verbo “tomar”, dando a entender que realmente hay que hacer algo, cuando tomar el sol significa tumbarse lo más quieto posible durante períodos de tiempo imposibles. ¿Alguien se imagina a una persona tumbada dos horas, totalmente quieta, en algún sitio que no sea una playa?

Claro que unos días en la playa descansan y relajan muchísimo. Pero si lo analizamos, la principal causa de ese descanso es la inactividad, ese dolce far niente que renombramos con remordimiento tomar el sol. También aprovechamos el ambiente de convenciones desreguladas para saltarnos las rutinas habituales de comida, bebida y horarios. En el entorno playero se puede comer a horas inaceptables en otros lugares, extender aperitivos hasta lo inimaginable y, en resumen, disponer del propio tiempo sin ataduras preestablecidas.

Para disfrutar lo que tiene de interesante y deseable al ambiente playero no tendríamos porqué sufrir sus desventajas. Bueno, quizá sí. Quizá si se descubriera de forma generalizada la posibilidad de relajación de horarios, normas de vestimenta y, especialmente, el disfrute de no hacer nada en cualquier momento y lugar, se desmoronaría la civilización… o se creaba otra mejor, ¡vaya usted a saber!

En cualquier caso, el grueso de mis vacaciones de este año ha consistido en la playa interior, en poner en práctica ese disfrute de lo bueno del entono playero pero es un lugar mucho más lleno de comodidades: mi casa. Todas las mañanas, después de levantarme tras no poder aguantar más en la cama y desayunar, me “bajaba a la playa a tomar el sol y leer”, es decir, me volvía a la cama con un libro. La cama en una casa de Pamplona es muchísimo mejor que la arena para no hacer nada. Es más mullida, a una temperatura muchísimo más agradable y con una iluminación mejor para la lectura. Me he echado todas las cabezaditas que mi cuerpo ha considerado razonables si el menor remordimiento. Todas las tardes me he tomado una cerveza (o dos) en una silla de jardín charlando con familia y amigos o leyendo. Por la noche he visto películas sentado en un sillón, a la hora que he querido, si necesidad de ir al cine de verano a ver que ponían y sacar las entradas con prisa antes de que se acabaran. En resumen, me he esforzado por recrear lo que me resultaba valioso de la playa para disfrutarlo en casa y me ha salido bastante bien. Claro que no es igual, hay muchas cosas que no se pueden recrear: algunos amigos y familiares locales, algunas puestas de sol sobre la albufera, algunas paellas, el frescor de la madrugada tras una noche de bochorno. Pero el balance no ha sido nada malo.

Soy consciente de que este discurso suena a romantización del no viaje, de hecho mientras “tomaba el sol” en mi cama le he dado muchas vueltas sin llegar a una conclusión definitiva. Es muy difícil salirse del consenso social (iba a decir del rebaño, pero suena despectivo y tampoco es eso) y estar completamente seguro de lo que haces. En todo caso, he pasado un verano estupendo, no podré contar grandes aventuras (salvo las leídas) pero tampoco he tenido que untarme crema solar ni barrer arena a diario.

5 comentarios:

  1. Siempre he dicho que lo mejor de las vacaciones es tener tiempo para perder el tiempo. Para no ser eficaces, ni productivos ni dedicarse a recorrer ciudades ajenas tachando una lista con todos los sitios que hay que visitar. La tradición, y los buenos amigos, hacen que todos los años, salvo 2020, hayan tenido su viaje pero dejar unos días vacíos sigue siendo uno de mis grandes placeres.

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  2. Ay !! Que este año no has venido. Falta os pongo. Un besazo

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  3. Ay, holgazanear. Eso sí que son vacaciones de cuerpo y mente.

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