En vuelo transoceánico. Cada pasajero tiene su pantallita y elige la película que ve o la música que oye. Incluso familias que ven la misma película lo hacen cada uno en su pantalla, a su ritmo. Todos con los oídos enchufados a través de unos auriculares; cuando te quitas los tuyos sólo se oyen los motores y el crujir lejano de alguna bolsita de cacahuetes.
Ayer en el tren todos veíamos la misma película, pero con el sonido individualizado. Al contrario de lo que ocurre con los partidos de fútbol vistos en compañía, esa fragmentación del sonido inhibe la expresión de los sentimientos, aunque la película tenía golpes de mucho humor nadie se atrevía a reír abiertamente; sonrisas amplias y alguna carcajada incontrolada y fugaz a lo sumo.
La fragmentación del ocio hasta la completa individualización aunque ha ido ocurriendo de forma progresiva, ha sido suficientemente rápida como para resultar muy patente; y muestra diversos aspectos curiosos. Uno primero es la contención, la inhibición de la exteriorización de los sentimientos que produce como acabamos de comentar. Otro es la dependencia de los auriculares, tanto que entre los adolescentes se han convertido en un elemento más de la moda y se suceden tendencias de miniaturización o agigantamiento. Estaría bien ir analizando si esta vida con sonido postizo permanentemente tiene algún efecto, nocivo presumiblemente, sobre los oídos, que no evolucionaron para ese entorno precisamente.
Por último, pero seguramente lo más importante, está el confinamiento a la “zona de confort” personal: la selección de lo que se ve y lo que se oye se basa en criterios preexistentes, y si se realiza de forma permanente uno no se expone a la serendipia de poder encontrar algo inesperado (y maravilloso) en lo que pongan en la tele, o dónde sea. Esta idea no es mía, se la leí a Psudópodo AQUÍ. A continuación copio literalmente un trozo de su post que me resultó impactante:
“En otros tiempos estábamos resignados (todavía en muchos países lo están) a que la persona con quien vamos a compartir nuestra vida fuera elegida sin concurso de nuestra voluntad: los padres arreglaban los matrimonios. Ahora no toleraríamos eso, aunque sí toleramos que nuestros compañeros de trabajo o la gente con la que compartimos un rato en el autobús no sean elegidos por nosotros.
Pero cada vez menos: la transición que se produjo en el plano del proyecto de vida ahora se está produciendo en los ratos eventuales: queremos pasarlos con quien queremos (hablando por el móvil, pero también escuchando nuestra música) y no con quien la suerte nos ha asignado.
Esto parece que está bien, pero nos empobrece: deja de existir el input de la experiencia directa que decía Michael Crichton “
En el anterior vuelo trasatlántico que hice no había pantallita, pasé buena parte del viaje charlando con mi compañero de asiento, al que no conocía y no he vuelto a ver desde entonces, aunque recuerdo buena parte de la conversación. Ahora me vuelvo a la pantallita de las películas dudando de que vaya a recordar en el futuro nada de lo que vea hoy.
Ayer en el tren todos veíamos la misma película, pero con el sonido individualizado. Al contrario de lo que ocurre con los partidos de fútbol vistos en compañía, esa fragmentación del sonido inhibe la expresión de los sentimientos, aunque la película tenía golpes de mucho humor nadie se atrevía a reír abiertamente; sonrisas amplias y alguna carcajada incontrolada y fugaz a lo sumo.
La fragmentación del ocio hasta la completa individualización aunque ha ido ocurriendo de forma progresiva, ha sido suficientemente rápida como para resultar muy patente; y muestra diversos aspectos curiosos. Uno primero es la contención, la inhibición de la exteriorización de los sentimientos que produce como acabamos de comentar. Otro es la dependencia de los auriculares, tanto que entre los adolescentes se han convertido en un elemento más de la moda y se suceden tendencias de miniaturización o agigantamiento. Estaría bien ir analizando si esta vida con sonido postizo permanentemente tiene algún efecto, nocivo presumiblemente, sobre los oídos, que no evolucionaron para ese entorno precisamente.
Por último, pero seguramente lo más importante, está el confinamiento a la “zona de confort” personal: la selección de lo que se ve y lo que se oye se basa en criterios preexistentes, y si se realiza de forma permanente uno no se expone a la serendipia de poder encontrar algo inesperado (y maravilloso) en lo que pongan en la tele, o dónde sea. Esta idea no es mía, se la leí a Psudópodo AQUÍ. A continuación copio literalmente un trozo de su post que me resultó impactante:
“En otros tiempos estábamos resignados (todavía en muchos países lo están) a que la persona con quien vamos a compartir nuestra vida fuera elegida sin concurso de nuestra voluntad: los padres arreglaban los matrimonios. Ahora no toleraríamos eso, aunque sí toleramos que nuestros compañeros de trabajo o la gente con la que compartimos un rato en el autobús no sean elegidos por nosotros.
Pero cada vez menos: la transición que se produjo en el plano del proyecto de vida ahora se está produciendo en los ratos eventuales: queremos pasarlos con quien queremos (hablando por el móvil, pero también escuchando nuestra música) y no con quien la suerte nos ha asignado.
Esto parece que está bien, pero nos empobrece: deja de existir el input de la experiencia directa que decía Michael Crichton “
En el anterior vuelo trasatlántico que hice no había pantallita, pasé buena parte del viaje charlando con mi compañero de asiento, al que no conocía y no he vuelto a ver desde entonces, aunque recuerdo buena parte de la conversación. Ahora me vuelvo a la pantallita de las películas dudando de que vaya a recordar en el futuro nada de lo que vea hoy.
No creo que el sonido constante sea perjudicial per se para los oídos.
ResponderEliminarEs decir, tanto en la jungla de verdad como en la metafórica de la ciudad estamos expuestos constantemente a ruido/sonido.
Evidentemente cuando sí puede haber un efecto merecedor de un estudio es cuando el volumen sea excesivo.
Yo en concreto procuro tener el volumen de los auriculares (cuando los uso) lo suficientemente bajo para poder escuchar a alguien que me hable en un tono normal a mi lado (o equivalentemente oir a alguien llamándome de lejos).
En cuanto al aislamiento de las experiencias, es cierto. ¿Es malo? Cuando el resultado de estar con alguien desconocido supone un rato de charla agradable, sí.
Cuando el resultado es tener una persona que se dedica a importunarte todo el viaje, no.
Como siempre, perdemos algo y ganamos algo, es cuestión de decidir qué nos compensa más. O, en mi opinión, al menos poder elegir, que antes no se podía.
Yo no es que tenga una opinión "fuerte" al respecto, pero si me parece interesante darse cuenta de que no sólo se gana, sino que también se pierde con el aislamiento de las experiencias.
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